Lecturas domingo 11 de Noviembre


2 Macabeos 7, 1-2 y 9-14
Salmo 16
2 Tesalonicenses 2, 16 - 3, 5
Evangelio según San Lucas 20, 27-38

De vivos


¿Cómo creer en un Dios vivo si los que se consideran sus representantes hablan sólo de muerte? Triste fe es la fe de los Saduceos. La pregunta que proponen es capciosa, a ellos no les interesa saber del cielo, sino poner una trampa a Jesús para demostrar que no existe la resurrección. Su preocupación está puesta en el más acá, pero es una realidad sin horizonte, sin esperanza… por lo mismo es una fe vacía, y la muerte sólo puede engendrar muerte. Los saduceos se opondrán a todo lo que signifique vida plena, tanto así que la razón última de la conspiración para matar a Jesús es la resurrección de Lázaro (Jn. 11, 46-53). En una religión de muerte no se permite la vida. Si no anunciamos la Vida –la Buena Noticia– no crean en nosotros.

Pero, no se trata, tampoco, de escaparle a esta vida. Jesús no habla de un Dios de la vida, sino de un “Dios de vivos”. Lo que Él predica no son conceptos o ideas vagas, no busca que aprendamos una lección o un montón de reglas para ganarnos un futuro eterno. Es tal la fe que tiene en que Dios es un Dios de vivos, que eso se traduce en jugarse su vida entera. Por eso mientras los saduceos tratan de asegurar sus vidas, Él es capaz de entregarla.

Todo aquel que siga su ejemplo, todo hombre que dé vida, nos muestra al Señor. Y estos hombres y mujeres son muchos. Por lo cual, me retracto de la columna anterior: hay demasiada gente a la que no ‘le queda grande la horma de este zapato’, porque Dios es Dios de vivos y no de muertos. Es el Dios de Ghandi, el Dios de Martin Luther King, el Dios del Cardenal Silva Henríquez, pero también el Dios de los anónimos dueños de Pymes que pagan lo justo, el Dios de las abnegadas monjas que viven en la poblaciones, el Dios de los obreros que se levantan a las 5 de la mañana a trabajar para llevar comida a sus hijos, el Dios de esos choferes de Transantiago, que a pesar de todos los reclamos, saludan a sus pasajeros con un ‘buenos días’, el Dios de los voluntarios que semana a semana comparten su tiempo con aquellos que lo necesitan, el Dios de esas dirigentes de Campamentos que dejan los pies en la calle juntando el dinero para sus casas, el Dios de… (continúe usted, estimado lector, esta oración).



Andrés

Cantar


¡Que tus palabras de fuego, Señor,
alimenten mi oración!

1
Jamás he tocado un cuerpo místico.
Sí he tomado ásperas manos
y acariciado cabellos.
Ahí me sedujiste.
Me dejé seducir.

2
Entregado por nosotros,
despreciado, humillado:
no parecías hombre.
Déjame tomar tus manos taladradas
y mirar desde tus párpados caídos.
Que mis lágrimas laven tus pies inmóviles.
¡Quiero sentir tus huesos en mi costado abierto!

3
De nuevo crucificado
en oscuros torsos.
Vástagos de fábricas se desgastan por sus hijas.
Mano sobre mano, de pie, rendidos.
El tiempo preso, las máquinas avanzan…

Y tú me dices:
¿qué me dices?
¡No te escucho!

Tu lejanía es más amarga que el olvido.
¿Estás realmente en ese delgado pan
ante el cual todos se arrodillan?
¿Eres Dios vivo o un fruto de mi vacuidad?

Solo la muerte me dirá la verdad.

4
Tengo sed de ti
como tierra reseca, agostada:
te necesito.
Aunque a veces lo olvido.

Me buscas apasionadamente
como la cumbre de una montaña tras el hombre.
Siento en el viento tus dedos acariciar mi rostro
y tu aroma me envuelve.
Tus manos mi cintura atraen como arcilla.

5
En un clavo te muestras.
Te reconozco en el vino y en el agua,
en el sabor compartido del pan y el pescado.

Te revelas en el pobre
cavando mis oídos.
Tu grito en mi pecho retumba.

Abiertos los brazos te entregas.
Abiertos los brazos te recibo.

Me impregnas y fecundas.
Así con gozo doy vida.

Me sabes tuyo, te regalas mío.
Somos hombre y Dios.

Y me sumerjo desnudo en ti
con sed de amor y eternidad…

6
Desciende a lo más humano.
Me llamas.

Esto es mi cuerpo.
Trigo labrado en las heridas del mundo.

Esta es mi sangre.
Alegría que germina de mujer y hombre.

Consagra con tus manos: el pan, el vino.
Pero también el tenedor y el cuchillo,
la escoba, el lápiz y el libro.

Consagra desde lo más genital de tu vida
el óvulo virgen de tanta soledad.

Recuerda:
Todo está cumplido.

Come mi sangre, bebe mi carne.
Sígueme.




Ignacio

Nota del Editor
: este poema tiene distintas referencias bíblicas, se puede encontrar en la sección "comentarios".

¿Estoy vivo?



Hace unas semanas un amigo me dijo –bajo riesgo de herejía– que tenía una teoría: Una vez muertos, en vez de un juicio final donde se evalúa si somos merecedores del cielo o del infierno, sencillamente nos mantendremos amando tal como lo hemos hecho a lo largo de nuestras vidas. De esa forma, el infierno no será más que “seguir viviendo” para una persona que en su vida no ha sido capaz de amar, mientras que para los que amaron, el Reino de los Cielos se presentará como una prolongación del amor que han entregado y recibido mientras estuvieron vivos.

Sin entrar en una comparación odiosa entre los procedimientos formales (oficiales) después de la muerte, quiero rescatar la potencia de la frase que más me marca de este evangelio, “No es Dios de muertos, sino de vivos”. Que la vida eterna se viva desde hoy cambia radicalmente la perspectiva con que uno enfrenta a la muerte lejana y extraña, que sólo conocemos cuando afecta a los demás. Entender que la muerte es el “estado de no-amor” implica preguntarnos desde hoy y para siempre ¿estoy vivo?, ¿estoy amando?, ¿soy amado?

El “Cielo” se juega diariamente, y quienes quieran ser como saduceos, mejor nunca vayan a la ópera. Porque, tal como finalizó el mismo amigo de antes, para regocijarse con una ópera es necesario experimentar las sensaciones que provoca muchas veces, hasta que el oído y el gusto se refinan. Es la única manera de disfrutarla a concho. Con la vida eterna pasa exactamente lo mismo. Si no se ha buscado amar con pasión e insistencia muchas veces, y a cada cosa que nos rodea, nunca se podrá disfrutar con creces la compañía de Dios; nunca se podrá, en definitiva, estar vivo.



Claudio Castro