Vivir juntos

Hay personas que piensan que crecer es progresar. Como en esos antiguos juegos donde las fichas iban saltando los casilleros al ritmo de los dados, nos imaginamos que la vida será mejor mientras más cerca se esté de la meta y que cada vez que sale ‘6’ es tener buena suerte. Mirada así, la vida es un camino siempre hacia adelante y en constante progresión, donde una vez encontrado el ‘objetivo’ debemos ir acumulando experiencias que nos enriquezcan y donde el único problema es la velocidad con que nos acerquemos a ese fin.

Muchas veces este modo de imaginar la vida ha sido usado para referirse a la vocación. Así, el ‘llamado’ aparece como una voz que, desde el interior o el exterior, indica qué hacer con la vida y hacía dónde hay que avanzar. Igual que en las tragedias griegas donde el protagonista recibe una misión que debe cumplir contra viento y marea, la vocación viene a ser el faro que ilumina el caminar en medio de la oscuridad de la vida y que, una vez alcanzado, nos permite decir: “¡tarea cumplida!

El problema viene cuando esta idea de la vida y de la vocación se hace llamar cristiana. Según esta lógica, la voluntad de Dios sería un plan maestro del cual cada ser humano es parte y tiene una misión particular a cumplir. La tarea del cristiano, entonces, sería descubrir cuál es esa tarea que Dios le ha designado en la vida. La oración, las prácticas de fe y el servicio de los demás serían los medios para descubrir, en medio de tanta maleza, de dónde viene el llamado y cuál es la opción a tomar. Pero una vez sabida, el resto es fácil: con el objetivo claro, hay que progresar sin perder el norte frente a los ‘obstáculos’ o ‘pruebas’ que en el camino se esconden y planean la emboscada.

¿Por qué esta visión no sería cristiana –al menos, totalmente–? Las primeras comunidades cristianas nos han transmitido que, en Jesús de Nazareth, Dios Padre ha hablado clarito y sin ambigüedades. Ahí está la vocación que ha recibido toda la creación desde siempre y para siempre: ser otro Cristo. De ese llamado ‘no se salva nadie’. Dios quiere hijos y hermanos; esa es su única llamada y eterna invitación. La vocación, entonces, no es algo a hacer, sino una relación a construir y cuidar. ¿Cómo? ¿Haciendo qué? Eso lo deberá ver cada uno, confrontando sus propios deseos con la experiencia de Jesús, la tradición de la Iglesia y lo que los tiempos reclamen. Dios no elegirá por mí, ni dirá: “quiero que seas abogado, enfermera, sacerdote”. Libremente, cada hombre y mujer deberá elegir dónde, cómo y con quién amará más a Dios y a los demás; después, deberá ser fiel a la palabra empeñada y seguir cultivando esa relación que tendrá, como fruto, tal o cual acción particular. Insisto: Dios quiere hijos e hijas con quienes relacionarse y hacer cosas juntos, no gente buena que cumpla con su deber o que haga cosas en Su nombre.

Con Dios la vida es menos clara, pues todo va dependiendo de lo que hacemos con Él. Es una relación que, como todas, tiene sus ritmos. Y puede resultar que nuestra existencia, en vez de ir para adelante y progresar, vaya para atrás y se hunda… como en Viernes Santo. Por lo mismo, cuando un matrimonio cumpla 50 años de matrimonio no hay que alegrarse por la meta cumplida o la capacidad de soportar las dificultades. La pregunta cristiana será: todos estos años, lo que han hecho, ¿lo han hecho juntos?