Lecturas domingo 16 de Septiembre

Éxodo 32, 7-11 y 13-14
Salmo 50
Primera carta a Timoteo 1, 12-17
Evangelio según San Lucas 15, 1-32

¿Dónde quedó la moneda?

A Rodrigo García, de quien escuché lo que aquí escribo.

Mientras algunos sólo repetimos lo ya sabido, hay personas que descubren conexiones siempre nuevas en los textos bíblicos. Porque creen en la Palabra ahí plasmada, reconocen el diálogo que subterráneamente tienen las imágenes y conceptos, ese lenguaje secreto que requiere de una especial caricia de la mirada para entregarse en plenitud. Como en Emaús, una explicación libera las palabras de la opaca tinta para bañar la realidad entera de una particular belleza y ritmo.

Cuando el texto lucano narra la historia de estos dos hermanos y su padre, queda en evidencia el camino de conversión que realiza el menor de ellos. Luego de gastar parte de la fortuna familiar en tierras extrañas, el hijo menor regresa a los brazos de su padre. Se fue, ha vuelto y ha sido encontrado. Sin embargo, el texto no narra el mismo final para el hermano mayor. Mientras el más chico está sentado a la cabecera de la mesa, la parábola termina sin aclarar si el hermano mayor entra o no a la fiesta. Pareciera que Lucas castigara al primogénito por injusto y envidioso dejándolo abandonado a la entrada de la casa porque, aun estando dentro de ella, ha vivido como un extranjero.

Sin embargo, este relato familiar es precedido de otras dos parábolas: la oveja perdida y la moneda extraviada. La oveja, aunque posee todo lo que tiene, prefiere otros pastos y se pierde en una tierra extraña. Al encontrarla, el pastor la carga en sus brazos y hace fiesta: la ha recuperado sana y salva. A su vez, la otra parábola cuenta cómo una moneda se extravió… dentro de la casa. Con las mismas ganas del pastor, la dueña de casa la busca hasta encontrarla, haciendo fiesta con sus amigas y vecinas. Hay fiesta por la oveja y la moneda. Ambas han sido encontradas.

¿No estará sumergido aquí el final de la anterior parábola? Si enfrentamos los tres relatos -colocando piel de oveja al hijo menor, y una bolsita con monedas al mayor- vemos que ambos hermanos serán encontrados por su padre. Que el mayor, perdido dentro de su casa, también entrará a la fiesta.

Dios no va a estar tranquilo hasta que estemos todos sentados a su mesa. Aunque vivimos como simples mercenarios que quieren su dinero, Él no dejará de repetirnos que tenemos un mismo Padre y que, en el Hijo, somos todos hermanos. Da lo mismo dónde estemos perdidos. Si estamos en las profundidades del abismo o en el séptimo cielo, su Espíritu llegará para ponernos un anillo en el dedo y sandalias en los pies.


Mario

En tierra extraña

¿Cómo salir al encuentro de aquellos
que hoy necesitan abrazos resucitadores?


¿No merezco acaso un poco de ternura?
¿No podré decir: ven, acaríciame?
En medio de este desierto mi piel necesita de otra piel.
Condenado a la soledad ya no espero un milagro.
Cero positivo dice mi cuerpo en todos sus poros
y nadie más lo volverá a tocar.



Ignacio

El inmenso amor del Padre


“El hijo pródigo”, una de las parábolas más conocidas del Evangelio: el hijo, advirtiendo la gravedad de la ofensa hecha a su padre, regresa a él y es acogido con enorme alegría. Como dicen muchos, podría ser llamada la parábola de "El Padre Amoroso”, porque revela más sobre el amor del Padre que del pecado del hijo.


Jesús expone estas tres parábolas, (la oveja que se había extraviado y que fue hallada, la moneda de plata que se había perdido y se encontró, el hijo que se daba por muerto y recobró la vida), donde nos muestra “El inmenso amor del Padre” para responder la acusación de los fariseos, que murmuraban: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15,2). A ellos les parece que el Señor no debería compartir su tiempo y su amistad con personas de vida poco recta, se cierran ante quien, lejos de Dios, necesita conversión.


Pero Jesús les responde con estas parábolas, enseñándonos que nadie está perdido para Dios, y nos anima a todos, llenándonos de confianza y mostrándonos su bondad, a confiar en su inmenso amor, que así como el padre acoge a su hijo, Él nos recibirá con más amor y alegría.


Encierra también una importante enseñanza para quien, aparentemente, cree no necesitar la conversión y nos invita a actuar en todo momento con la generosidad del padre que acepta a su hijo.


Sus destinatarios no son solamente los que viven de espaldas a Dios, sino que también todos nosotros, que hemos recibido tanto de Él, que, tal vez, creemos seguirlo en todo momento y no somos generosos en el trato con los otros, ni somos capaces de entregar cariño y amor a nuestros hermanos. Introducidos en el misterio del amor de Dios, hemos recibido una llamada a entablar una relación personal con Él mismo, a emprender un camino espiritual para hacernos cada día más semejantes a Cristo.


Nos muestra su dulzura y nos pide una conversión radical y profunda: Dios nos pide que nos convirtamos al amor y lo entreguemos a todos. Nuestra opción fundamental, como cristianos, es que “Hemos creído en el Amor de Dios”, y eso debe expresarse en gestos concretos hacia nuestros hermanos.


Carmen de la Maza