Lecturas domingo 26 de Agosto

Isaías 66, 18 – 21
Salmo 117

Carta a los Hebreos 12, 5 – 7 y 11 – 13
Evangelio según San Lucas 13, 22 – 30

La Puerta


Aunque la salvación no sea un tema radicalmente problemático para ninguno de nosotros -pues la primera pregunta que nos brota es: ¿ser salvado de qué?- el evangelio de este domingo nos transmite la preocupación que los seguidores de Jesús tienen sobre este punto. Frente a la pregunta por la salvación, Jesús utiliza la imagen de una puerta angosta para ejemplicar la necesaria vigilancia del creyente. Igual que las vírgenes con las lámparas de aceite, el que está pajaroneando puede quedarse fuera del banquete; por estar comadreando, podemos perder de vista que la práctica de la justicia es aquello que nos abre de par en par el Reino de Dios.

Sin embargo, creo que el ejemplo de la 'puerta angosta' está mal usado por Lucas. La imagen es buena porque queda muy claro qué quiere expresar, pero no hace justicia a una intuición preciosa de Juan: Jesús es la puerta. ¡Lo sé... lo sé! El evangelio de Juan fue escrito después del texto lucano, y no tenía cómo saber este uso de la imagen. Pero déjenme un rato ocupar las imágenes de otra manera. La ortodoxia aparecerá en las hojitas verdes el próximo domingo en sus capillas.

Para Juan, Jesús es la puerta del redil. No sólo ha roto los sellos del libro, sino que ha abierto el acceso directo a Dios como Padre. Ni siquiera los sepulcros han permanecido cerrados a su acción resucitadora. Lejos de ser una puerta pequeña, Cristo es la ancha entrada que 'ya nadie podrá cerrar jamás' (Ap. 3, 8). A través de él podemos entrar y salir sin ningún miedo, echando al olvido el gran manojo de llaves que algunos recibimos en la catequesis. En consonancia a los textos que anteceden a este evangelio, la puerta pequeña es ahora grande y acoge a todos los pájaros; siendo insignificante, ha fermentado toda la masa.

El problema radica, entonces, cuando esta puerta grande es 'achicada' por nuestro modo de actuar. Cuando transformamos al Dios de los grandes deseos y la llamada generosa en un simple bunker frente a la vida que Él mismo nos ha regalado, la puerta se vuelve pequeñisima y, naturalmente, nadie con sano juicio quiere o puede entrar en ella. El Misterio insondable que ensancha el corazón y mueve a dar la vida entera, se vuelve un pequeño escapulario cuando nuestra mirada se queda enfrascada en la muerte de Julián García mientras Perú se cae a pedazos o se plantea el tema de la sub-contratación en nuestro país. La inmensa puerta, que muestra la natural comunión entre lo humano y lo divino, se reduce a un torniquete de metro cuando cuidamos a nuestros hijos de resfriados imaginarios o empequeñecemos su mirada al obligarlos a cursar cinco años en la Universidad (enseñen ahí lo que enseñen) como si fuera la única manera de salir adelante.

Si la puerta angosta justifica un modo exclusivo de entender el cristianismo, estamos muy mal. Jesucristo, que es la Puerta, nos abre a la realidad total. Su Espíritu, como viento fresco, entra con más fuerza cuando la mirada es amplia y los mega-problemas no son esquivados. Y el Padre, que quiere a hijos sin miedo, nos recibirá en un banquete que no será pequeño ni angosto.

Con Dios, no hay que achicarse.

Con Dios, hay que estar a la altura de lo que Él mismo suscita en nosotros.

Mario

La mesa


Nunca entendí lo de la puerta angosta,
pero seguro no es más pequeña
que los brazos extendidos de Jesús en la cruz,
así que , supongo, los invitados
a la mesa del Reino serán muchos.

Mi niñez se resume en torno a la mesa.
La de mi casa: plegable, justo para cuatro,
cada uno en su puesto.
O extendida completamente cuando venían invitados
y engalanada con las creaciones de mi papá
(yo prefería esas ocasiones a salir a un restorán).
Hoy la tiene la Nana Vero, se la regaló mi mamá,
por el afecto que nos daba con tanto brazo de reina.

La mesa de mi abuela María:
la de la once, no la del almuerzo
(la señora que cocinaba, aunque era muy buena persona,
tenía la extraña cualidad de dejar hasta los porotos desabridos).
Con las tazas transparentes,
donde se podía ver la espuma del café batido.
Y para ponerle a las tostadas: mantequilla,
tomate (eso era lo que nunca podía faltar),
miel, palta, mermeladas caseras,
jamón y algún pastel
(sí, así de opípara).

La del Ito y la Ita:
una mesa grande,
capaz de reunir a toda la familia en las fiestas
en torno al puchero.
Como en las Navidades
que dejábamos una porción para el viejo Pascuero,
¡y se la comía!

La mesa del tío Guille:
la recuerdo porque la usábamos con mi primo para jugar pin-pon,
con una madera de red y dos tablas para cortar queso por paletas.

La mesa del tío Lucho:
que tenía una parcela con choclos dulces,
y los devorábamos en cantidades increíbles.

La de mi amigo Martín
(en realidad no tenía):
almorzábamos en bandejas.

La mesa de la tía Mary:
lo más rico era cuando nos hacía pan con queso derretido
en el horno microondas
(que compró cuando recién aparecieron).

La de Andrés L:
que para ser honesto,
no me gustaba porque servían todo aliñando
en vez de que cada uno lo hiciera a su gusto.

La de Sven y Silke.
Con ellos, junto a mi hermana,
preparábamos chispitas y kuchenes.

O la mesa del colegio,
que era la cancha de fútbol:
yo almorzaba con un sándwich en la mano
¡mientras jugaba de arquero!

Sí. En mi niñez aprendí
que siempre habrá una mesa
donde vale la pena compartir.

Ignacio