Hágase el amor

Una espiritualidad cristiana es un lenguaje para decir, en el presente, lo que Dios dijo al comienzo de la creación y dirá al final de los tiempos: “hágase el amor”. Con la creatividad del enamorado que se las ingenia para trepar al balcón de la amada y así conocerla, una espiritualidad intenta expresar, en lo limitado del hoy, lo que no conoce límite y expande el corazón más allá de sus propias capacidades. Magnifica tensión entre quien busca al Amado durante la noche o al amanecer del tercer día y que, aun llevándolo a su cuarto, sabe que Él escapa siempre a su control [1].

En la Iglesia católica cohabitan muchas espiritualidades. Al modo de hijas que honran a su madre y han ensanchado sus caderas haciéndola un más bella, cada espiritualidad ha enriqueciendo lo que la Iglesia vivió la tarde de Pentecostés. Sin embargo, ellas no surgen de la nada. Cada espiritualidad ha sido hija, al menos, de dos padres. En primer lugar, el vocabulario amoroso es una herencia familiar. Del mismo modo que las caricias maternas preparan al futuro marido, una espiritualidad es deudora de caminos ya recorridos y de “te amo” ya dichos en el pasado. La tradición se presenta como el gran arsenal amatorio preparado durante siglos y que capacita, por ejemplo, a una adolescente de Nazareth para decir “aquí estoy”. Pero este lenguaje también nace de una sintonía fina con las tensiones actuales y las incipientes vibraciones del futuro próximo; por eso, al nacer, cada espiritualidad recreó y reinventó el amor. Fiel a la historia y abierta a un presente siempre en venir, cada una puso su confianza tanto en el padre que la lleva hasta el altar como en el nuevo hombre que allí la hará suya.

Sin embargo, y sin negar la belleza de cada una, no todas han guardado la lozanía de su juventud. Una espiritualidad es pertinente sólo si ayuda a tener una experiencia de Dios en el contexto que toca vivir día a día, es decir, si es lenguaje que facilita el encuentro del creyente con la fuerza gravitacional del amor de Dios. Ella no es ‘actual’ a fuerza de decirlo. Su capacidad de articular lo que, en principio, son puras ideas sueltas o presentimientos se descubre en medio de la pista, cuando es capaz de dejarse mirar por quienes buscan el amor físico y metafísico. En caso contrario, este lenguaje sirve muy bien para lucirse frente a los amigos, pero es incapaz de enamorar a la niña que alborota el barrio.

Los creyentes debemos encontrar o incluso inventar cómo tener hoy una sólida experiencia con el Amor, y esto convocando a quienes efectiva y seriamente ‘hacen el amor’ y no sólo hablan de él. Nuestra época demanda un esfuerzo amoroso similar o incluso mayor que los realizados antaño. Cuánto bien nos haría a algunos escuchar de un amigo: ¡¡atina gueon, te está mirando!!



[1] Cfr. Cantar 3,1-4; Juan 20, 11-17