¿Dónde quedó la moneda?

A Rodrigo García, de quien escuché lo que aquí escribo.

Mientras algunos sólo repetimos lo ya sabido, hay personas que descubren conexiones siempre nuevas en los textos bíblicos. Porque creen en la Palabra ahí plasmada, reconocen el diálogo que subterráneamente tienen las imágenes y conceptos, ese lenguaje secreto que requiere de una especial caricia de la mirada para entregarse en plenitud. Como en Emaús, una explicación libera las palabras de la opaca tinta para bañar la realidad entera de una particular belleza y ritmo.

Cuando el texto lucano narra la historia de estos dos hermanos y su padre, queda en evidencia el camino de conversión que realiza el menor de ellos. Luego de gastar parte de la fortuna familiar en tierras extrañas, el hijo menor regresa a los brazos de su padre. Se fue, ha vuelto y ha sido encontrado. Sin embargo, el texto no narra el mismo final para el hermano mayor. Mientras el más chico está sentado a la cabecera de la mesa, la parábola termina sin aclarar si el hermano mayor entra o no a la fiesta. Pareciera que Lucas castigara al primogénito por injusto y envidioso dejándolo abandonado a la entrada de la casa porque, aun estando dentro de ella, ha vivido como un extranjero.

Sin embargo, este relato familiar es precedido de otras dos parábolas: la oveja perdida y la moneda extraviada. La oveja, aunque posee todo lo que tiene, prefiere otros pastos y se pierde en una tierra extraña. Al encontrarla, el pastor la carga en sus brazos y hace fiesta: la ha recuperado sana y salva. A su vez, la otra parábola cuenta cómo una moneda se extravió… dentro de la casa. Con las mismas ganas del pastor, la dueña de casa la busca hasta encontrarla, haciendo fiesta con sus amigas y vecinas. Hay fiesta por la oveja y la moneda. Ambas han sido encontradas.

¿No estará sumergido aquí el final de la anterior parábola? Si enfrentamos los tres relatos -colocando piel de oveja al hijo menor, y una bolsita con monedas al mayor- vemos que ambos hermanos serán encontrados por su padre. Que el mayor, perdido dentro de su casa, también entrará a la fiesta.

Dios no va a estar tranquilo hasta que estemos todos sentados a su mesa. Aunque vivimos como simples mercenarios que quieren su dinero, Él no dejará de repetirnos que tenemos un mismo Padre y que, en el Hijo, somos todos hermanos. Da lo mismo dónde estemos perdidos. Si estamos en las profundidades del abismo o en el séptimo cielo, su Espíritu llegará para ponernos un anillo en el dedo y sandalias en los pies.


Mario

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