La resucitada


La afirmación central de los primeros cristianos es que Jesús resucitó. Lo que había transformado sus vidas estaba contenido en esa sencilla afirmación: el hijo de María, el que vivía dos pasajes más allá y que estaba en el cementerio hace dos días, ahora está vivo. El hijo del carpintero ha vencido a la muerte, y está vivo como sólo Dios lo está. Esta es la experiencia fundante de toda nuestra fe y, por lo tanto, el núcleo desde el cual todo lo demás se debería comprender: el que era Dios nació como hombre y fue crucificado; pero al tercer día, ese hombre que obraba milagros y hablaba con autoridad, resucitó como Dios.

Sin embargo, y gracias a que el Espíritu sopló las respuestas, las primeras comunidades descubren que la Resurrección no es un hecho aislado y que se restringe a ‘aquello que le pasó a Jesús’. Al compartir nuestra humanidad y vérselas con la muerte, el Crucificado ha abierto las puertas de la vida a toda persona. En otras palabras, la muerte no es algo que nos sucede sólo a nosotros sino que le incumbe a Dios; y la resurrección no es algo que le ocurre sólo a Dios, sino a todo hombre y mujer por ser imagen y semejanza suya.

Tengo la impresión que el Evangelio de este Domingo es una gran catequesis de lo anterior. La mujer estaba muerta o ‘casi muerta’. Para todos los presentes, la adultera recibiría su merecido por ‘gozadora’ y nada la podría salvar del linchamiento popular. Había sido pillada ‘chanchita’ y no tenía nada que alegar. Sin embargo, Jesús la resucita ahí mismo en presencia de todos. Vivió, en menos de un minuto, la muerte y la resurrección de Jesús. Así, él es ella, y ella él.

Pidamos a Dios que nos cambie el corazón ‘de piedras’ para no maltratarlo a Él en nuestros hermanos, y que nuestras xenofobias se transformen en cariñosos besos resucitadores.
Mario

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