A no tener miedo


Probablemente, el próximo domingo una vez más voy a estar en una iglesia, al momento de entrar tomaré ese papelito con las lecturas, lo leeré. Pensaré qué diría yo si me tocara hacer la prédica. Mientras, a mi alrededor muchos se golpean el pecho. Con miedo a que “el papito Dios” no nos vaya a perdonar, hay que golpearse.

Luego seguiré, mirando frente a mí a un cura que lee el Evangelio y posteriormente hace la prédica. Miro al lado y cabezas con movimiento de aprobación. Quizás incluso yo terminaré aceptando tranquilamente lo que me dicen. Aunque las más de las veces, mientras los que están cerca de mí están arrodillados yo, de pie, sigo pensando en ello. Arrodillémonos, que quizás… no, arrodillémonos porque así se hace y todos lo hacen nomás.

Bastante me ha costado entender –todavía no lo logro– por qué no hay posibilidad de réplica en muchas partes. Heme aquí con una posibilidad diferente, ya no como alguna vez, y todavía en algunos lugares, donde no es solo el sacerdote quien puede intentar explicar, darle sentido a lo que escuchamos. Sino, la comunidad, que es donde reside la potencia del mensaje cristiano.

Aprovechando la oportunidad, creo que lo que nos propone el evangelio con su “No tengan miedo” nos llama a poder terminar con las prácticas aparentemente obvias, que podemos encontrar carentes de sentido. A no tener miedo a proponer diferentes ideas, podemos tener una fe común pero no por eso debe estar desvinculada de un criterio de realidad que la tiene que hacer responsable de lo que ocurre, escuchar a la comunidad. No podemos quedarnos en el miedo y no hacer nada por lo que no nos parece, no escapemos de nuestra obligación como comunidad.

Y qué mejor para darnos cuenta de este impulso que se nos propone que la lectura de Pablo, donde se nos muestra el cambio de imagen del “papito Dios” que muchos todavía no quieren aceptar. Un Dios que destruye la reciprocidad (“no hay proporción entre el delito y el don”), que nos muestra que tenemos que atrevernos a ser hombres.

Creo que además de hacer humano a su hijo, Dios también deja de parecer un ser separado de la realidad, incluso en su rol de Padre. ¿Qué papá estaría contento si uno se golpeara, se arrodillara frente a él, no se atreviera a tocarlo con las manos (pidiendo que se lo entreguen en la boca), no pudiera decir lo que cree? No es un “papito” es Padre y con mayúscula porque uno se siente orgulloso de “ser su hijo”.

Probablemente este domingo entre, y ya tenga pensado qué es lo que diría en la prédica.

José Antonio Gutiérrez B.

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