Señor, sálvanos… ¿de qué?


Este domingo, celebración de la fiesta de Cristo-Rey, la Iglesia nos instala de frente a la pregunta sobre el poder de Dios. ¿Cómo entender que un hombre que es el enviado de Dios, el Elegido, el Mesías, el rey de los judíos, heredero en la tierra de todo su poder, esté muriendo en una cruz? ¿Cuál es entonces el poder de Dios si no puede salvar ni a su propio hijo? Estas preguntas parecieron a los personajes del evangelio inexplicables. El hijo de Dios simplemente no puede morir en una cruz. Entonces Cristo no puede ser hijo de Dios: ¿Cómo en el momento de mayor oprobio su supuesto Padre no manifiesta su omnipotencia y lo salva de su dolor?

Los insultos y las burlas de las autoridades, los soldados y el primer malhechor son consecuencia de una incomprensión, de un desconcierto ante la locura de la cruz, que niega todos los parámetros de poder que solemos asignarle a Dios. Imaginar el poder de Dios a escala de los poderes humanos es el error que nos impide encontrar a Dios en el sufrimiento y la humillación. Y es que nos cuesta entender que un ser con tanto poder no huya del dolor, no se salve a sí mismo. Porque lo más seguro es que si cualquiera de nosotros tuviese el poder de escapar de una tortura como la cruz lo haría. Pues el poder, para nosotros, es sinónimo de salvación personal, de alcanzar una cierta seguridad, prestigio y posición que nos impida terminar en una cruz. Y exigimos a Dios, a partir de esta comprensión del poder, que nos salve según estos parámetros. Le pedimos que nos garantice éxito, que ahuyente de nosotros el dolor, que nos aparte de la humillación, que nos asegure la vida de acá.

Pero la cruz, y la respuesta de Jesús a las palabras del segundo malhechor, son manifestación patente de que esa salvación que muchas veces pedimos a Dios no es la que Él nos ha prometido. La salvación de Cristo no se encuentra en bajar de la cruz y escapar de la muerte sino en asumirla con confianza, sabiendo que la última palabra no es el fin de esta vida sino el comienzo de la vida eterna en el reino de Dios. Para el segundo ladrón, y para el mismo Cristo, la vida en plenitud junto al Padre era sólo una promesa. Y aún así ambos fueron capaces de confiar y ponerse en sus manos en el momento de mayor dolor. Hoy, después del tercer día, la Resurrección es una realidad viva. Nosotros, que heredamos el testimonio de la vuelta a la vida de este burlado y humillado, sabemos que la promesa está cumplida. ¿Viviremos a partir de ella o buscaremos salvación en otro lado? ¿Nos aseguraremos la vida o la entregaremos con confianza a nuestro Padre? ¿Qué salvación le pediremos a Dios?

Soledad del Villar

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